Las artes y las deudas

El endeudamiento influye en la biografía de cualquier persona y, cuando esta es un artista, en su propia obra. La afectación es más intensa cuando, como ocurría hasta finales del siglo XIX, el deudor podía acabar, por el solo hecho de no poder pagar sus deudas, en la cárcel; la experiencia de sufrir la prisión por deudas [ver entrada «Prisión por deudas«] o el temor a hacerlo dejaron su sello en un buen número de creadores.

Honorato de Balzac fue tan gran escritor como pésimo empresario y administrador de su fortuna. Eso hizo que estuviera media vida endeudado y escondiéndose de sus acreedores, que, al menos en una ocasión, consiguieron que pasara fugazmente por la cárcel. En su época, todavía existía la «prisión por deudas», que permitía a los acreedores provocar el encarcelamiento de los deudores por el mero hecho de impagar sus deudas.

Charles Dickens no fue un moroso, pero sufrió en sus carnes las consecuencias de la morosidad de su padre, que condujo a este a la prisión por deudas de Marshalsea, donde, como era habitual, se instaló también la familia del deudor prisionero. Dickens, que por entonces tenía 12 años, tuvo que dejar la escuela y trabajar en una fábrica de betún; visitaba a su familia en la cárcel todos los domingos y aportaba sus ingresos para ayudar a la maltrecha economía familiar.

En artículos periodísticos denunció las condiciones y existencia de estas cárceles, que aparecen en muchas de sus obras. En los divertidos Los papeles póstumos del club Pickwick, por ejemplo, el protagonista ingresa en una prisión por deudas por no hacer frente, por su desmedida caballerosidad, a una deuda por incumplimiento de esponsales (promesa de matrimonio).

Miguel de Cervantes fue encarcelado en varias ocasiones. Es conocido su secuestro por piratas que le retuvieron cautivo en Argel durante varios años, pero también entró en prisión otras dos veces, una durante unos días y otra por varios meses. En ambas ocasiones se trataba de presuntas deudas originadas en su actividad de cobrador de impuestos y en ambas ocasiones fue liberado al demostrarse la inexistencia de la deuda.

De estas experiencias puede derivarse la descripción que se contiene en el Quijote de la cárcel como un lugar «donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación».

El pintor holandés Rembrandt resultó ser un pésimo administrador de su fortuna, especialmente manirroto. Como consecuencia del impago del préstamo recibido para la adquisición de su casa, fue declarado en bancarrota. En lo que hoy sería un concurso de acreedores, se vio obligado a ceder a sus acreedores su vivienda y su importante colección de obras de arte, incluidas algunas de sus propias pinturas.

Entre las muchas perrerías que la vida reservó al escritor ruso Fiódor Dostoyevski, se encuentra el hecho de haber estado asfixiado, durante años, por las deudas nacidas de su afición al juego. Para afrontarlas, firmó un curioso -y leonino- contrato con un editor, por el cual debía escribir una novela en un mes, con lo que podríamos considerar una cláusula penal consistente en que, de no entregarla a tiempo, el editor se haría con los derechos de explotación de su obra durante nueve años. Con la colaboración de una estenografista -luego, su mujer-, Dostoyevski terminó a tiempo su novela, que es, no casualmente, «El jugador».

La vida de Richard Wagner no fue precisamente un dechado de virtudes; se ha dicho que su ego era más grande todavía que sus monumentales óperas. Fue mujeriego, lábil en sus filias y fobias y desagradecido con sus mecenas, así que era de esperar que no fuera cumplidor con sus acreedores. Varios de los cambios de domicilio que realizó en su periplo vital se debieron la necesidad de huir de sus acreedores, como le ocurrió, por ejemplo, en Riga. En País llegó a ingresar durante un par de semanas en la prisión por deudas, lo que retrasó los ensayos del estreno de su ópera Rienzi. Bastantes años después, estaba muy cerca de reingresar en la prisión por deudas de París cuando fue rescatado por quien le patrocinaría generosamente hasta el fin de sus días: Luis II de Baviera.


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